CRÍTICA DE MONTSE ARRANZ. GALERÍA TRIBECA. MADRID.

No resulta conveniente manejar conceptos, ideas o ideales inmovilistas a menos que no sea para darse el gusto de derribarlos. Esta reflexión no trata de ser un juego de palabras con el apellido de este creador –que no recreador- de realidades. Esta reflexión es el primer paso para disfrutar de su obra.
El segundo paso es considerar la expansión de las categorías estéticas como la única llave posible en las nuevas condiciones de nuestro trato con la realidad, de nuestro momento postmoderno.

Forma y contenido:

Intentar clasificar a Javier Muro en algún discurso estético es perder el tiempo, tiempo que sería mejor aprovechado dejándonos atrapar por su poética. Con poética quiero decir la conciencia crítica que el artista tiene de su ideal estético, del programa que todo artista no sólo sigue, sino que sabe que sigue, nada de felices casualidades, azarosas coincidencias o resultados fortuitos. Se trata del trasfondo cultural gestado por sus gustos y preferencias personales. La poética debe distinguirse claramente de la estética; mientras ésta teoriza, aquella tiene valor personal en la experiencia. Mientras que la estética busca dar rigor científico al gusto, la poética, por otro lado, busca la vivencia de una fantasía, la construcción de un mundo poético. Muro reflexiona, de una manera metafórica y coherente, sobre cuestiones de la vida que le inquietan al tiempo que muestra una obsesiva preocupación formal de corte minimalista. Según Joseph Beuys todos podemos ser artistas. Podemos estar de acuerdo con esta afirmación salvo que sólo algunos artistas llegan a serlo genuinamente, entendiendo el arte genuino, aquel que incita a la contemplación, que nos lleva a entrar en nosotros mismos.
Puede parecer algo prematuro calificar a este antaño estudiante de Ciencias de la Información en portavoz válido del arte actual (la denominación contemporáneo comienza a coger distancia), pero su extenso y cuidado curriculum suena a valor creciente.

Un poco de historia:

Sería ilusorio afirmar que los problemas estéticos son asuntos tangenciales a la vida colectiva, de hecho se han convertido en un proceso social que gobierna la producción y consumo de objetos, la publicidad y la cultura. En este contexto es donde mejor se entiende la obra de Javier Muro. En los productos artísticos es posible leer la sensibilidad de una época. La “cultura” de los medios de comunicación determinan cambios ideológicos y sociales. El uso de objetos familiares inquietamente intervenidos nos evoca una optimista espectación ante la vida. Emplear utensilios cotidianos en un entorno artístico no es nuevo, pero la forma en que Javier Muro lo hace sí. El origen lo encontramos en los happenings o los ready made de Marcel Duchamp, hechos voluntariamente para no durar, para evitar terminar en un museo (aunque no siempre lo lograban). Muro comparte con Duchamp la misma ironía pero no el cinismo. Muro comparte además otro de los basamentos de la vanguardia histórica: vive el arte como fusión integral entre estética y cotidianeidad. Dejemos atrás la exacerbada dialéctica de continua ruptura propia de la postvanguardia con su vertiginosa sucesión de estilos y movimientos, tomemos distancia y nos daremos cuenta de que aquellas variaciones no fueron ni arbitrarias ni accidentales, sino que estaban en conexión con los cambios espirituales de la humanidad, cambios que se reflejan en la historia de los mitos, del inconsciente colectivo, de las religiones, de las instituciones de la sociedad occidental. Me permito añadir que cuando descubramos esa conexión, la historia del arte tendrá el mismo estatus que la historia comparada de las religiones, la historia de la filosofía o las instituciones.
Hay categorías y formulaciones ya caducas en lo teórico pero siguen existiendo en los discursos e incluso prevaleciendo en el gusto estético común. La riqueza conceptual de los objetos artísticos del pasado siglo XX, así como la variedad de sus modos de constitución o producción, con toda su pluralidad de significados y variantes, ha abierto innumerables puertas pero no todas ellas han sido franqueadas. De modo que cada objeto se transforma en un “libro” donde se puede leer un mensaje cifrado. Así, hay que leer en el objeto plástico lo mismo que en el poema; la experiencia estética, más que estática, es dinámica. Aprehender (interpretar, leer) este arte es acercarnos a la autocomprensión. Se trata de “interpretar obras y reorganizar el mundo en términos de obras, y las obras en téminos del mundo” (Nelson Goodman. Los lenguajes del arte. Ed. Seix Barral, Barcelona 1976).
Postmodernidad. El discurso postmoderno sonaría algo así: “La función estética viene dada por la noción no ontológica que la realidad actual asume, y ello doblemente: por establecer mundos o sistemas coherentes en sí mismos y, sobre todo, por los presupuestos cognoscitivos que el relativismo metafísico o constructivismo entraña”. Afortunadamente aquí no se trata de intelectualizar cada sensación, más al contrario, el intelecto poco tiene que hacer, este es territorio de la intuición.
Pero, pasada la tormenta del debate postmoderno, si algo empieza a caracterizar las buenas creaciones de las que empezamos a disfrutar es la elegancia y aquí tenemos un prometedor ejemplo.
Hoy los fenómenos artísticos marcan una presencia ineludible y, lo que es fundamental, se convierten en los nuevos objetos de nuestra reflexión. Una de esas reflexiones nos lleva a la necesidad de reformular el lenguaje. Javier Muro nos incita a comenzar esa reformulación desde el propio título de la obra, muchas veces en inglés, lo que nos recuerda que estamos ante lenguajes diferentes, quizá poco comprensibles en un principio pero no por ello menos fascinantes. Muro Juega con la multiplicidad de lenguajes, que compiten entre sí, pero ninguno reclama la legitimidad definitiva de su forma de mostrar el mundo. Y aquí reside otro de los aciertos de Javier Muro, el empleo simultáneo, armónico, cohexionado, ecléctico de diferentes materiales, no reductibles entre ellos. Todo un respiro en la batalla por la universalidad.

Paradojas y símbolos:

Analizar la obra de Javier Muro conlleva la práctica de un ejercicio de deconstrucción, técnica como tantas, desarrollada hace décadas pero actualizada hoy en día en su aplicación gastronómica. Esto es, desmenuzar los elementos de la realidad existente para construir una realidad distinta mas no ficcionada.
Juego de signos y fragmentos, síntesis de lo dispar, dobles codificaciones; fiel reflejo de la doble moral contemporánea: pluralidad, multiplicidad y contradicción, duplicidad de sentidos y tensión en lugar de franqueza directa, elementos con doble funcionalidad.

La obra reciente de Javier Muro reúne en sus obras una extraordinaria concentración de paradojas. Pájaros sin plumas (serie Estados de Conservación), taburetes inasequibles al asiento (Bird’s Home), aluminio sobre el que tumbarse al sol (Summer), tiritas para un cuerpo despellejado (de nuevo Summer), madera como conductor de electricidad (Muda), vidas que se van por el desagüe para alimentar la vida de otros (Life is Life), el sacrificio de sangra y su posterior limpieza de conciencia (de nuevo Life is Life), inmortalización de lo efímero (Meat Game), banalización de la imagen de un cadáver, transposición de las tragedias humanitarias en “escenas costumbristas” de nuestros días “Mickey); y símbolos: pájaros desplumados (el individuo), tal y como se venden en los mercados (destino ineludible), como paradigma de la producción masiva e industrial de conciencias.

Razón de ser

Intentar aprehender de forma dinámica estas obras nos acerca más al conocimiento de nosotros mismos. Si estas piezas nos crean la necesidad de hablar sobre el sentido de la obra artística se cerrará así el círculo, significará el epílogo de la aventura emprendida por el artista y que finaliza en el contemplador. Si esto ocurre es porque estamos ante el antes mencionado arte genuino, ante un descubrimiento y, por consiguiente, una conquista; por eso cautiva y reclama que volvamos a ella una y otra vez, tal y como sucede con la obra de Javier Muro.

Va camino de convertirse en un clásico de la contemporaneidad.

Texto de la crítica Montse Arranz que acompaña la exposición individual de Javier Muro en la Galería Tribeca de Madrid, octubre noviembre 2007.